HUNDERTWASSER, el poder del arte

Hundertwasser dice en su manifiesto “La Santa Mierda” de 1979:
"La mierda se convierte en tierra que se posa sobre el tejado; se convierte en hierba, bosque y jardín, la mierda se convierte en oro. El círculo se cierra y deja de haber desechos”.
De esta misma manera el entorno mundial tiende también a ser la espiral: “El arte es el punto de partida y la meta a conseguir.
El año 2000 Hundertwasser fue enterrado, siguiendo su voluntad, sin un féretro que lo separare de lo tierra. Sobre el suelo de su sepultura, se plantó un árbol, según su creencia, ahora vive en el árbol que crece sobre el lugar de su regreso a la Gran Madre. Como toda su obra, él también corre en espirales, su obra comienza en el arte y en la tierra, y finalmente vuelve a ambos.

HUNDERTWASSER, el poder del arte. El pintor-rey con sus cinco pieles.
Pierre Restany - Taschen- 1997

A qué nos referimos cuando hablamos de Arte?

El arte y el hombre son indisociables.
No hay arte sin hombre, pero quizá tampoco hombre, sin arte.
Por el arte el mundo se hace más inteligible y accesible, más familiar.
Es el medio de un perpetuo intercambio con lo que nos rodea, una especie de respiración delalma, bastante parecida a la física, sin la que no puede pasar nuestro cuerpo.
El ser aislado o la civilización que no llegan al arte están amenazados por una secreta asfixia espiritual, por una turbación moral...

René Huyghe

ALFONSINA STORNI


Hombre pequeñito, hombre pequeñito,
suelta a tu canario, que quiere volar...
Yo soy el canario, hombre pequeñito,
déjame saltar.

Estuve en tu jaula, hombre pequeñito,
hombre pequeñito que jaula me das.
Digo pequeñito porque no me entiendes,
ni me entenderás.

Tampoco te entiendo, pero mientras tanto
ábreme la jaula que quiero escapar;
hombre pequeñito, te amé un cuarto de ala;
no me pidas más.

ARREPENTIMIENTO, por GUY DE MAUPASSANT

[Cuento. Texto completo]
1
El señor Saval acaba de levantarse. Llueve. Es un triste día de otoño; las hojas caen. Caen lentamente con la lluvia, formando también una lluvia más apretada y más lenta. El señor Saval no está satisfecho. Va de la chimenea a la ventana y de la ventana a la chimenea. La vida tiene días tristes, y para el señor Saval en adelante sólo tendrá días tristes, porque ha cumplido sesenta y dos años. Está solo, soltero, sin familia, sin nadie que se interese por él. ¡Es muy triste morir aislado sin dejar un afecto profundo!

Piensa en su vida sin encantos y sin atractivos. Y recuerda en el pasado, en su niñez lejana, la casa paterna, el colegio, las vacaciones, la Universidad. Luego, la muerte de su padre.
Vive con su madre; viven los dos, el joven y la vieja, tranquilamente, sin desear nada. Pero la madre muere también. ¡Qué triste vida! Y el hijo queda solo. Envejece y morirá cualquier día. Desapareciendo él, todo habrá terminado; todo, ni rastro de Pablo Saval sobre la tierra. ¡Qué terrible cosa! Y otros vivirán, amarán, reirán. Sí, habrá siempre quien se divierta, y él no se divierte nunca. Es raro que se pueda reír y estar alegre con la certeza de la muerte. Si la muerte fuera sólo probable, aún habría esperanza; pero no, es tan segura como la noche después del día.

¡Y aún si la vida tuviera encantos! Desde que nació no hizo nada. No tuvo aventuras, ni grandes goces, ni éxitos, ni satisfacciones de ninguna especie. Nada, no había hecho nada; su vida se redujo a levantarse, vestirse, comer y acostarse; todo a horas fijas. Y así pasó en este mundo sesenta y dos años. Ni siquiera se había casado, como la mayor parte de los hombres. ¿Por qué? ¿por qué no se había casado? Pudo hacerlo, pues tenía bastante renta para mantener una familia. ¿Tal vez no se le había presentado la ocasión?... Acaso. Pero se buscan las ocasiones. Era un poco negligente, abandonado…Eso fué la causa de todo: su daño, su defecto, su vicio. ¡Cuántas gentes malogran su vida por abandono! ¡Es tan difícil para ciertas naturalezas moverse, agitarse, hablar, insistir!

2
Nadie le había querido. Ninguna mujer durmió sobre su pecho en completo abandono de amor. Desconocía las deliciosas angustias del que aguarda, el divino estremecimiento de una mano sintiendo la opresión de otra, el éxtasis de la pasión triunfante. ¡Que dicha sobrehumana debe de inundar el corazón cuando los labios de dos bocas se acarician por primera vez, cuando cuatro brazos, oprimiéndose, forman de dos seres uno solo, un ser inmensamente feliz, un alma de dos almas, ansiosas la una de la otra!
El señor Saval se había sentado junto a la chimenea, envuelto en su bata.
Ciertamente su vida estaba frustrada, en absoluto frustrada. Sin embargo, una vez tuvo un amor; había querido a una mujer secretamente, dolorosamente y descuidadamente, como lo hacía todo. Sí, había querido a su amiga la señora de Sandres, mujer de un antiguo camarada. ¡Oh, si la hubiese conocido soltera! Pero la conoció tarde, cuando ya estaba casada. El también se hubiera casado con aquella mujer que le inspiró amor desde el primer instante, y a la cual siempre quiso.
Recordaba sus emociones de cada vez que la veía, sus tristezas de cuando se apartaba, las veces que no pudo en toda la noche descansar pensando en ella.
Por la mañana se sentía menos apasionado que por la noche. ¿Qué motivo habría?
¡Qué bonita, qué rubia, qué rizada era en sus años floridos! Sandres no era el hombre que aquella mujer necesitaba. Sin embargo, a los cincuenta y ocho años ella parecía dichosa.
¡Oh, si le hubiera querido en otro tiempo! ... ¡Si le hubiera querido! Y ¿quién sabe si le había querido?
Si hubiese adivinado aquel amor profundo... Y ¿quién sabe si lo adivinó alguna vez? Y si lo adivinó, ¿qué pensaría entonces? Y si él hablara, ¿qué hubiese contestado ella?
Y Saval se hacía mil preguntas más, reviviendo su pasado, interesándose por buscar y recoger una porción de sucesos insignificantes.
Recordaba las horas que pasaron en casa de Sandres, jugando a las cartas, cuando la mujer era bonita y joven.
Y recordaba cuantas palabras le había dicho ella y las entonaciones que usó para decírselas; recordaba las mudas sonrisas que significaron tantas cosas.
Recordaba los paseos de los tres a la orilla del Sena, los almuerzos campestres en domingo siempre, porque Sandres estaba empleado en la Subprefectura. Y de pronto le sorprendió la imagen clara de una hora pasada con ella en un bosque, junto al río.

3
Habían salido por la mañana, llevando sus provisiones en paquetes. Era un día de primavera, uno de esos días en que hasta el aire embriaga. Todo estaba perfumado y brindando goces. Los pájaros cantaban mejor y volaban con más ligereza.
Hablan comido sobre la hierba y a la sombra de un sauce, cerca del agua adormecida por el sol. El aire tibio, impregnado en perfumes de savia, se respiraba co delicia. ¡Qué dulzuras las de aquel día.
Después de almorzar, Sandres se había dormido al pie de un árbol.
—El mejor sueño de su vida—según dijo cuando despertó.
La señora de Sandres, del brazo de Saval, paseaba por la orilla del río.
Apoyándose mucho en él, reía diciendo:
—Estoy un poco borracha, bastante borracha.
Saval, mirándola fijamente, sentía estremecimientos y palpitaciones; palidecía, temiendo que sus ojos no se mostraran con exceso atrevidos, que un temblor de su mano revelara su secreto.
Ella se había hecho una corona con flexibles tallos y con lirios de agua, y le preguntó:
—¿Le gusto a usted así?
Como él no contestó nada—no se le ocurría nada que contestar, y más fácil hubiérale sido caer a sus píes de rodillas—, ella soltó la risa, una risa casi burlona y despechada, gritándole:
—¡Tonto, más que tonto! Hable usted al menos.
El estuvo a punto de llorar, sin que acudiese ni una sola palabra en su ayuda.
Y todo esto lo recordaba como el primer día.
¿Por qué le había dicho ella: «Tonto, más que tonto! Hable usted al menos?»
Recordaba de qué modo, con cuanta dulzura le oprimía, apoyándose en él. Y al inclinarse para pasar por debajo de un árbol de ramas caídas, la oreja de la señora Sandres había rozado la mejilla del señor Saval, ¡su mejilla!, y él había retirado la cabeza con un movimiento brusco para que no creyera ella voluntario aquel contacto.
Cuando él dijo: «¿Le parece si es hora de que volvamos?», ella le arrojó una mirada singular. Cierto; le miró entonces de un modo extraño. De pronto no lo tomó en cuenta y al cabo de los años lo recordaba minuciosamente.
Ella le había dicho:
—Como usted quiera; sí está usted cansado ya, Volveremos.
Y él había contestado:
—Yo no me fatigo, señora; pero es posible que Sandres haya despertado.
Y ella replicó, encogiéndose de hombros:
—Si teme usted que haya despertado mi marido, es otra cosa; volvamos.
Al volver ella silenciosa, ya no se apoyaba en el brazo de su amigo. ¿Por qué?
Este «porqué» no había encontrado respuesta y era una preocupación constante. Al cabo de los años, el señor Saval creyó entrever algo que no había entendido nunca.
Acaso ella...

4
Ruborizándose, se levantó conmovido, emocionado, como si treinta años antes hubiera oído en labios de la señora Sandres un «¡te quiero!»
¿Seria posible acaso? Esta sospecha que despertaba en su espíritu le torturó. ¿Era posible que a su tiempo no viese, no adivinase nada?
¡Oh, si eso fuera cierto, si hallándose tan cerca de la dicha no hubiera sabido aprovecharla!
Se resolvió. Le ahogaban las dudas. Quería saber la verdad. ¡La verdad!
Se vistió de prisa, de cualquier modo, pensando:
«He cumplido sesenta y dos años; ella tiene cincuenta y ocho. Bien puedo permitirme la pregunta.»
Y salió.
La casa de Sandres estaba en la otra acera de la misma calle, casi frente a la casa de Saval.
La criada se extrañó de verle tan temprano.
—¡Usted por aquí a estas horas, señor Saval! ¿Ha ocurrido algo?
Saval contestó:
—Nada, hija mía. Pero di a la señora que necesito hablar con ella lo antes posible.
—La señora está en la cocina preparando confituras para el invierno y no está presentable para visitas, como usted puede suponer.
—Bueno; dile que necesito hacerle una pregunta importante.
La muchacha se fue y Saval recorría el salón con pasos nerviosos. Se sentía desligado, resuelto en semejante ocasión. ¡Oh! Iba entonces a preguntarle aquello como le hubiera preguntado por una receta de cocina. ¡Tenía ya sesenta y dos años!
Se abrió la puerta y entró la señora. Era ya una matrona muy abultada, con las mejillas redondas y la risa fácil y sonora. Su gordura no le permitía fácilmente acercar los brazos al talle y elevaba los brazos desnudos y salpicados de almíbar. Al entrar pregunto con inquietud:
—¿Qué le ocurre a usted, amigo mio; está enfermo?
Y él respondió:
—No estoy enfermo, amiga y señora; pero me escarabajea una duda, para mí de mucha importancia, que me oprime el corazón, y vengo a que usted me la resuelva. ¿Promete contestarme con sinceridad?
Ella sonrió, diciendo:
—He sido siempre muy sincera. Pregunte.
—Pues ahí va. Yo he vivido enamorado, queriendo a usted siempre, desde que la vi por vez primera. ¿Usted lo sospechaba?
Ella contestó, riendo, con algo de la ternura que impregnó en otro tiempo sus palabras:
—¡Tonto, más que tonto! Lo conocí desde el primer día.
Saval, temblando, balbució:
—¿Usted lo conocía? Entonces...
Y se contuvo.
Ella preguntó:
—Entonces... ¿qué?
Saval, decidiéndose, continúo:
—Entonces, ¿qué pensaba usted? ¿Qué..., qué..., qué me hubiera contestado?
Ella, riendo mucho, mientras una gota de almíbar se deslizaba por sus dedos, le dijo:
—Como usted nada preguntó...¡No era cosa de que yo me declarase!
Avanzando hacia ella, Saval insistía:
—Dígame, dígame... ¿Recuerda usted una tarde, cuando Sandres se durmió sobre la hierba, después de almorzar, y nos fuimos juntos, del brazo, lejos?...
Se detuvo. La señora no dejaba de reír, mirándole fijamente a ojos.
—¡Vaya si me acuerdo!
Saval prosiguió, estremeciéndose:
—Pues, bueno; si aquel día yo hubiera sido..., yo hubiera sido... más osado..., ¿qué hubiera hecho usted?
Ella, sonriendo como una mujer dichosa, que no tiene de qué arrepentirse ni desea nada, respondió francamente, con voz clara y una punta de ironía:
—Hubiera cedido seguramente.
Y dejándole plantado volvió a cocina.

5
Saval salió a la calle aterrado como después de un desastre. Andaba como impulsado por un instinto en dirección al río, sin pensar a dónde iba, mojándose, porque llovía mucho. Su traje chorreaba; su sombrero, deformado. parecía un canal. Y andaba sin descanso hasta llegar al sitio donde almorzaron aquella mañana. El recuerdo lejano le torturaba el corazón.
Se sentó al pie de los árboles, desnudos ya de hojas, y lloró.

EL LIBRO DE LA SELVA, POR JOSEPH RUDYARD KIPLING

(Fragmento)

Armado con el cuchillo (con el cuchillo que usan los hombres), armado con el cuchillo de cazador, me agacharé para recoger mi botín.

Aguas del Waingunga, sed testigos de que Shere Khan me da su piel por el cariño que me tiene. ¡Tira hermano Gris! ¡Tira, Akela! ¡Bien pesada es la piel de Shere Khan!

Furiosa está la manada de los hombres. Apedréanme todos y hablan como chiquillos. Mi boca sangra. Huyamos.

A través de las tinieblas de la noche, de la cálida noche, corred conmigo velozmente, hermanos míos. Dejaremos atrás las luces de la aldea e iremos hacia el sitio desde donde alumbra la luna, que está baja.

Aguas del Waingunga, la manada de los hombres me ha arrojado de su seno. Ningún daño les hice; pero me tenían miedo. ¿Por qué?

Manada de los lobos, también tú me has arrojado de tu seno. La selva se ha cerrado para mí, y cerradas están también las puertas de la aldea. ¿Por qué?

Como Mang vuela entre las fieras y los pájaros, así vuelo yo entre la aldea y la selva. ¿Por qué?

Bailo sobre la piel de Shere Khan, pero mi corazón está triste. Herida, desgarrada tengo mi boca como las piedras que me arrojaron desde la aldea, pero estoy alegre por haber vuelto a la selva. ¿Por qué?

Luchan en mí ambos sentimientos como luchan dos serpientes en la primavera. Brota el llanto de mis ojos, y, sin embargo, río mientras él va corriendo. ¿Por qué?

Hay en mí dos Mowglis; pero la piel de Shere Khan está bajo mis pies. Toda la selva sabe que he dado muerte a Shere Khan. ¡Mirad! ¡Mirad bien, lobos! ¡Ahae! Siento el corazón oprimido por todas las cosas que no llego a entender.


Adaptaciones cinematográficas
del Libro de la Selva
- Jungle Book de 1942 dirigida por Zoltan Korda, producida por Alexander Korda con una duración de 108 minutos.
- El libro de la selva de 1967, película de dibujos animados, producida por Walt Disney y dirigida por Wolfgang Reitherman, con una duración de 78 minutos.
- Disney's Rudyard Kipling's The Jungle Book 1994, dirigida por Stephen Sommers y producida por Edward S. Feldman y Raju Patel. Distribuida por Walt Disney Pictures.


EL TALENTO, por ANTON CHEJOV

[Cuento. Texto completo]

El pintor Yegor Savich, que se hospeda en la casa de campo de la viuda de un oficial, está sentado en la cama, sumido en una dulce melancolía matutina.
Es ya otoño. Grandes nubes informes y espesas se deslizan por el firmamento; un viento, frío y recio, inclina los árboles y arranca de sus copas hojas amarillas. ¡Adiós, estío!
Hay en esta tristeza otoñal del paisaje una belleza singular, llena de poesía; pero Yegor Savich, aunque es pintor y debiera apreciarla, casi no para mientes en ella. Se aburre de un modo terrible y sólo lo consuela pensar que al día siguiente no estará ya en la quinta.
La cama, las mesas, las sillas, el suelo, todo está cubierto de cestas, de sábanas plegadas, de todo género de efectos domésticos. Se han quitado ya los visillos de las ventanas. Al día siguiente, ¡por fin!, los habitantes veraniegos de la quinta se trasladarán a la ciudad.

La viuda del oficial no está en casa. Ha salido en busca de carruajes para la mudanza.
Su hija Katia, de veinte años, aprovechando la ausencia materna, ha entrado en el cuarto del joven. Mañana se separan y tiene que decirle un sinfín de cosas. Habla por los codos; pero no encuentra palabras para expresar sus sentimientos, y mira con tristeza, al par que con admiración, la espesa cabellera de su interlocutor. Los apéndices capilares brotan en la persona de Yegor Savich con una extraordinaria prodigalidad; el pintor tiene pelos en el cuello, en las narices, en las orejas, y sus cejas son tan pobladas, que casi le tapan los ojos. Si una mosca osara internarse en la selva virgen capilar, de que intentamos dar idea, se perdería para siempre.

Yegar Savich escucha a Katia, bostezando. Su charla empieza a fatigarle. De pronto la muchacha se echa a llorar. Él la mira con ojos severos al través de sus espesas cejas, y le dice con su voz de bajo:
-No puedo casarme.
-¿Pero por qué? -suspira ella.
-Porque un pintor, un artista que vive de su arte, no debe casarse. Los artistas debemos ser libres.
-¿Y no lo sería usted conmigo?
-No me refiero precisamente a este caso... Hablo en general. Y digo tan sólo que los artistas y los escritores célebres no se casan.
-¡Sí, usted también será célebre, Yegor Savich! Pero yo... ¡Ah, mi situación es terrible!... Cuando mamá se entere de que usted no quiere casarse, me hará la vida imposible. Tiene un genio tan arrebatado... Hace tiempo que me aconseja que no crea en las promesas de usted. Luego, aún no le ha pagado usted el cuarto... ¡Menudos escándalos me armará!
-¡Que se vaya al diablo la mamá de usted! ¿Piensa que no voy a pagarle?
Yegor Savich se levanta y empieza a pasearse por la habitación.
-¡Yo debía irme al extranjero! -dice.
Le asegura a la muchacha que para él un viaje al extranjero es la cosa más fácil del mundo: con pintar un cuadro y venderlo...
-¡Naturalmente! -contesta Katia-. Es lástima que no haya usted pintado nada este verano.
-¿Acaso es posible trabajar en esta pocilga? -grita, indignado, el pintor-. Además, ¿dónde hubiera encontrado modelos?

En este momento se oye abrir una puerta en el piso bajo. Katia, que esperaba la vuelta de su madre de un momento a otro, echa a correr. El artista se queda solo. Sigue paseándose por la habitación. A cada paso tropieza con los objetos esparcidos por el suelo. Oye al ama de la casa regatear con los mujiks cuyos servicios ha ido a solicitar. Para templar el mal humor que le produce oírla, abre la alacena, donde guarda una botellita de vodka.

-¡Puerca! -le grita a Katia la viuda del oficial- ¡Estoy harta de ti! ¡Que el diablo te lleve!

El pintor se bebe una copita de vodka, y las nubes que ensombrecían su alma se van disipando. Empieza a soñar, a hacer espléndidos castillos en el aire.
Se imagina ya célebre, conocido en el mundo entero. Se habla de él en la Prensa, sus retratos se venden a millares. Se halla en un rico salón, rodeado de bellas admiradoras... El cuadro es seductor, pero un poco vago, porque Yegor Savich no ha visto ningún rico salón y no conoce otras beldades que Katia y algunas muchachas alegres. Podía conocerlas por la literatura; pero hay que confesar que el pintor no ha leído ninguna obra literaria.

-¡Ese maldito samovar! -vocifera la viuda-. Se ha apagado el fuego. ¡Katia, pon más carbón!

Yegor Savich siente una viva, una imperiosa necesidad de compartir con alguien sus esperanzas y sus sueños. Y baja a la cocina, donde, envueltas en una azulada nube de humo, Katia y su madre preparan el almuerzo.
-Ser artista es una cosa excelente. Yo, por ejemplo, hago lo que me da la gana, no dependo de nadie, nadie manda en mí. ¡Soy libre como un pájaro! Y, no obstante, soy un hombre útil, un hombre que trabaja por el progreso, por el bien de la humanidad.
Después de almorzar, el artista se acuesta para «descansar» un ratito. Generalmente, el ratito se prolonga hasta el oscurecer; pero esta tarde la siesta es más breve. Entre sueños, siente nuestro joven que alguien le tira de una pierna y lo llama, riéndose. Abre los ojos y ve, a los pies del lecho, a su camarada Ukleikin, un paisajista que ha pasado el verano en las cercanías, dedicado a buscar asuntos para sus cuadros.

-¡Tú por aquí! -exclama Yegor Savich con alegría, saltando de la cama- ¿Cómo te va, muchacho?
Los dos amigos se estrechan efusivamente la mano, se hacen mil preguntas...
-Habrás pintado cuadros muy interesantes -dice Yegor Savich, mientras el otro abre su maleta.
-Sí, he pintado algo... ¿y tú?
Yegor Savich se agacha y saca de debajo de la cama un lienzo, no concluido, aún, cubierto de polvo y telarañas.
-Mira -contesta-. Una muchacha en la ventana, después de abandonarla el novio... Esto lo he hecho en tres sesiones.
En el cuadro aparece Katia, apenas dibujada, sentada junto a una ventana, por la que se ve un jardincillo y un remoto horizonte azul.
Ukleikin hace un ligera mueca: no le gusta el cuadro.
-Sí, hay expresión -dice-. Y hay aire... El horizonte está bien... Pero ese jardín..., ese matorral de la izquierda... son de un colorido un poco agrio.

No tarda en aparecer sobre la mesa la botella de vodka.

Media hora después llega otro compañero: el pintor Kostilev, que se aloja en una casa próxima. Es especialista en asuntos históricos. Aunque tiene treinta y cinco años, es principiante aún. Lleva el pelo largo y una cazadora con cuello a lo Shakespeare. Sus actitudes y sus gestos son de un empaque majestuoso. Ante la copita de vodka que le ofrecen sus camaradas hace algunos dengues; pero al fin se la bebe.
-¡He concebido, amigos míos, un asunto magnífico! -dice-. Quiero pintar a Nerón, a Herodes, a Calígula, a uno de los monstruos de la antigüedad, y oponerle la idea cristiana. ¿Comprenden? A un lado, Roma; al otro, el cristianismo naciente. Lo esencial en el cuadro ha de ser la expresión del espíritu, del nuevo espíritu cristiano.
Los tres compañeros, excitados por sus sueños de gloria, van y vienen por la habitación como lobos enjaulados. Hablan sin descanso, con un fervoroso entusiasmo. Se les creería, oyéndolos, en vísperas de conquistar la fama, la riqueza, el mundo. Ninguno piensa en que ya han perdido los tres sus mejores años, en que la vida sigue su curso y se los deja atrás, en que, en espera de la gloria, viven como parásitos, mano sobre mano. Olvidan que entre los que aspiran al título de genio, los verdaderos talentos son excepciones muy escasas. No tienen en cuenta que a la inmensa mayoría de los artistas los sorprende la muerte «empezando». No quieren acordarse de esa ley implacable suspendida sobre sus cabezas, y están alegres, llenos de esperanzas.

A las dos de la mañana, Kostilev se despide y se va. El paisajista se queda a dormir con el pintor de género.
Antes de acostarse, Yegor Savich coge una vela y baja por agua a la cocina. En el pasillo, sentada en un cajón, con las manos cruzadas sobre las rodillas, con los ojos fijos en el techo, está Katia soñando...

-¿Qué haces ahí? -le pregunta, asombrado, el pintor- ¿En qué piensas?

-¡Pienso en los días gloriosos de la celebridad de usted! -susurra ella-. Será usted un gran hombre, no hay duda. He oído la conversación de ustedes y estoy orgullosa.
Llorando y riendo al mismo tiempo, apoya las manos en los hombros de Yegor Savich y mira con honda devoción al pequeño dios que se ha creado.

DECALOGO DEL PERFECTO CUENTISTA POR HORACIO QUIROGA

I. Cree en un maestro -Poe, Maupassant, Kipling, Chejov- como en Dios mismo.

II. Cree que su arte es una cima inaccesible. No sueñes en domarla. Cuando puedas hacerlo, lo conseguirás sin saberlo tú mismo.

III. Resiste cuanto puedas a la imitación, pero imita si el influjo es demasiado fuerte. Más que ninguna otra cosa, el desarrollo de la personalidad es una larga paciencia.

IV. Ten fe ciega no en tu capacidad para el triunfo, sino en el ardor con que lo deseas. Ama a tu arte como a tu novia, dándole todo tu corazón.

V. No empieces a escribir sin saber desde la primera palabra adónde vas. En un cuento bien logrado, las tres primeras líneas tienen casi la importancia de las tres últimas.

VI. Si quieres expresar con exactitud esta circunstancia: "Desde el río soplaba el viento frío", no hay en lengua humana más palabras que las apuntadas para expresarla. Una vez dueño de tus palabras, no te preocupes de observar si son entre sí consonantes o asonantes.

VII. No adjetives sin necesidad. Inútiles serán cuantas colas de color adhieras a un sustantivo débil. Si hallas el que es preciso, él solo tendrá un color incomparable. Pero hay que hallarlo.

VIII. Toma a tus personajes de la mano y llévalos firmemente hasta el final, sin ver otra cosa que el camino que les trazaste. No te distraigas viendo tú lo que ellos no pueden o no les importa ver. No abuses del lector. Un cuento es una novela depurada de ripios. Ten esto por una verdad absoluta, aunque no lo sea.

IX. No escribas bajo el imperio de la emoción. Déjala morir, y evócala luego. Si eres capaz entonces de revivirla tal cual fue, has llegado en arte a la mitad del camino.

X. No pienses en tus amigos al escribir, ni en la impresión que hará tu historia. Cuenta como si tu relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido uno. No de otro modo se obtiene la vida del cuento.

FIN
Interior de la casa de Horacio Quiroga en San Ignacio, Misiones, Argentina.
(Junto a la ventana se observa la máquina de escribir)

EL CONCEPTO DE ENCUENTRO (TELE Y TRANSFERENCIA)

Según  Moreno  “la  transferencia  es  el  desarrollo  de  fantasías  (inconscientes)  que  el  paciente proyecta  sobre  el  terapeuta,  ot...